domingo, 15 de mayo de 2011

Nuestro propio muro

Por: Yoani Sánchez*
EL COMERCIO
Domingo 15 de Mayo del 2011


El sol quema fuerte y en la oficina de Inmigración y Extranjería la gente suda, pero nadie se queja. Una palabra crítica, una actitud de exigencia frente a los funcionarios puede terminar en castigo. Todos hacen cola en silencio y miran hacia la pared sin conversar. En esta tarde de mayo un centenar de personas aguardan por un permiso para viajar fuera de la isla. Conocido también como tarjeta blanca, esta autorización forma parte del absurdo migratorio que impide a los cubanos salir y entrar de su propio país. Es nuestro muro de Berlín, nuestra frontera minada pero sin explosivos. Una tapia formada por cuños, papeles y vigilada por la mirada torva de militares interponiéndose entre nuestros cuerpos y el resto del mundo.

Para reforzar tal desatino está también el alto precio del permiso de salida: unos US$170. Ese monto equivale al salario anual de un profesional medio. Sin embargo, para obtener el salvoconducto no basta con poseer el dinero o mostrar un pasaporte válido, hay que cumplir otros requisitos no escritos: contar con condiciones ideológicas y políticas que nos hagan elegibles.

Ante tantas dificultades, recibir el “sí” es como escuchar descorrerse los cerrojos en una celda tapiada por años. Pero para muchos –como yo– la respuesta siempre viene en forma de ¡no! Miles de cubanos hemos sido condenados a la inmovilidad insular, aunque ningún tribunal haya fallado tal veredicto. El “delito” que hemos cometido consiste en opinar críticamente del gobierno, en formar parte de un grupo opositor o pertenecer a una plataforma defensora de los derechos humanos. En mi caso ostento el triste récord de haber recibido 15 negaciones de salida desde el 2008. He dejado una silla vacía en cada conferencia, en cada ceremonia de premiación o presentación de libros a la que me han invitado. En ningún caso he recibido explicación, solo la lacónica frase: “Por el momento usted no está autorizada a salir del país”.

Pero no solo los inconformes o los críticos tienen restricciones. Quienes se graduaron en medicina saben muy bien que su título no solo les sirve para salvar vidas sino que funciona como impedimento para conocer otras latitudes. Centenares de doctores, enfermeras y personal de la salud han visto separarse a sus familias, a sus hijos partir al exilio, mientras ellos aguardan el beneplácito de las autoridades. Algunos esperan tres, cinco años o una década. La mayoría nunca lo logrará.

La lista negra de los que no pueden cruzar al otro lado del mar es larga. Eso se sabe aunque jamás haya sido publicada en ningún lugar. Quienes la integran son –somos– conscientes de que salirse de ella es sumamente difícil. Buena parte de las máscaras de conformismo que los cubanos se cuelgan frente al ojo escrutador del Estado tiene como objetivo alcanzar el sueño de traspasar las fronteras. El permiso de salida se convierte así en un método de control ideológico que obliga al aplauso y a la simulación.

Hace unos días la prensa extranjera anunció con gran fanfarria que los cubanos ya podían salir libremente. Justo en el momento en que comenzó a propagarse la noticia, estaba yo en una de esas vetustas oficinas donde se concede o se niega el permiso para viajar. Cuando le pregunté a la funcionaria vestida de militar si era verdad, me respondió con sorna: “Vaya al aeropuerto a ver si se puede ir sin la tarjeta blanca”. Al leer después con calma el punto 265 de los lineamientos del VI Congreso del Partido Comunista, que hace referencia a ese tema, me quedé desanimada. En él se expone que el gobierno va a “estudiar una política que facilite a los cubanos residentes en el país viajar como turistas”, pero no da un plazo ni detalles sobre cómo va a implementarse. En realidad, las autoridades no parecen dispuestas a renunciar a esa suculenta industria sin chimeneas que genera millones de dólares anuales por concepto de trámites para ingresar o salir de Cuba.

Minutos después de caer en cuenta de que las agencias informativas habían exagerado, sonó mi teléfono móvil. Una voz entrecortada me contó detalles de lo últimos momentos de Juan Wilfredo Soto, disidente muerto a raíz de un maltrato policial. Recuerdo que respondí en monosílabos a la narración triste de aquel acto de intolerancia. Me senté para no caerme. Me zumbaban los oídos y sentía enrojecida la piel de la cara. Miré sobre la mesa, allí estaba mi pasaporte lleno de visas para entrar a una docena de países y sin una sola autorización para salir de mi propia nación. Al lado de su portada azulada, alguien había puesto los reportes impresos del fallecimiento de Wilfredo. Observé su rostro en la fotografía, el escudo nacional en la primera página de mi documento de identificación y solo pude concluir que en la isla “nada ha cambiado”. Seguimos atenazados por los mismos límites, por los altos muros del sectarismo ideológico y por el grillete ajustado de las restricciones migratorias.

(*) Bloguera y periodista cubana

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