lunes, 29 de marzo de 2010

El Buen Temblor

Por: Richard Webb
EL COMERCIO
29-03-10


Hoy todos tenemos algo de sismólogos y sabemos que es preferible que la tierra desfogue energías mediante temblores ocasionales a que acumule presión sísmica hasta producir un terremoto catastrófico. El movimiento sísmico es ineludible porque vivimos sentados sobre platos tectónicos que se desplazan continuamente. Los que estamos en la superficie podemos pagar la factura de esos reacomodos subterráneos a plazos, con temblores, o de golpe, con un gran terremoto. Esta verdad geológica aplica también en la vida personal. Cuando un hijo transgrede el buen comportamiento para expresar una frustración agradecemos enterarnos del problema antes de que se convierta en encono y eventual explosión. Igual sucede en la economía, donde la vida se ve afectada por cambios de fondo, como las nuevas tecnologías o los ciclos de la economía mundial, que traen consecuencias incómodas: pagar más por la gasolina, sufrir pérdidas en algún ahorro o perder el trabajo. Cuando los políticos intentan impedir o paliar esos temblores económicos poniendo topes legales a los precios, fijando el precio del dólar o creando subsidios, el efecto es acumular desequilibrios y eventualmente provocar un terremoto en la forma de un shock o mayúscula devaluación de la moneda, como los terremotos económicos que tumbaron a Bustamante y Rivero, Belaunde y al gobierno militar. Ha sido un proceso de aprendizaje acostumbrarnos a tolerar los temblores económicos en vez de acumular presiones.

Donde todavía falta aprender la lección del cambio gradual es en la vida política. Se ha producido una ola de temblores sociales, en la forma de huelgas, manifestaciones, invasiones de tierras y tomas de carreteras. Para entender esa proliferación debemos mirar los fuertes cambios que se vienen produciendo en las bases de la sociedad. En poco tiempo nos hemos transformado de un país campesino en uno urbano, la escolarización se ha generalizado, han aparecido nuevas fuentes de riqueza en casi todo el territorio, ha surgido una vasta economía de pequeña empresa, y las telecomunicaciones y el transporte físico nos han integrado. Al mismo tiempo, los partidos, los sindicatos y la Iglesia han perdido su capacidad para ordenarnos. No debe sorprender entonces que se produzcan temblores; estos preocupan porque por leves que sean son una inestabilidad que puede generar una dinámica que los aumentan o dañan una estructura débil. Pero si se manejan sin pánico y se usan como señal indicativa de la dirección hacia donde el país está obligado a cambiar, los temblores nos pueden salvar de un cataclismo.

lunes, 22 de marzo de 2010

Cuba sin Salida

Por: Alejandro Deustua, Internacionalista
EL COMERCIO
22-03-10


En Cuba, como en otros estados, alguna gente se suicida para protestar. Pero en el Estado totalitario a ese extremo recurso no se llega por motivaciones existencialistas, ni económicas, ni mucho menos por ánimo terrorista. Quizás se recurra a él para llamar la atención internacional sobre el carácter represivo de un régimen en el que el disenso es un delito que cometió el que se mata.
Sin embargo, “Granma” —el vocero del Partido Comunista de Cuba— considera que la muerte de un “preso común”, Orlando Zapata, fue producto de una manipulación; y la eventual del periodista Guillermo Fariñas, un chantaje probablemente avalado por el imperialismo.

Si bien el suicidio como instrumento político es éticamente reprobable, quien lo ejerce sin causar más daño que la terrible supresión de su propia vida, probablemente, considere que este es el único medio de influencia posible en ausencia de otro mecanismo de expresión organizada.

Tal instrumentación de la desesperanza puede no ser común en Cuba. Pero sus variantes son innumerables. Si ahora se ejerce individualmente poniendo en evidencia a un régimen que prohíbe constitucionalmente ejercer acciones que cuestionen al Estado socialista, antes se ejerció de modo grupal mediante la fuga colectiva a riesgo de la propia vida. En efecto, si decenas de miles de balseros cubanos se han arrojado al mar en embarcaciones trágicamente ridículas en búsqueda de esperanza lo hicieron porque, además de la privación de otros derechos esenciales, el régimen cubano impide la libre la salida del país.

El consecuente deseo de fugar, que ha hecho del Caribe un corredor de la muerte, tuvo quizás su punto culminante en 1980 cuando miles de cubanos invadieron la embajada del Perú en búsqueda de cualquier destino menos el que padecían. Luego de repudiarlos e infiltrarlos con criminales comunes y desquiciados, el dictador permitió apenas que una flotilla extranjera se encargarse del traslado de los “indeseables” a Florida.

Y para confirmar que del paraíso socialista no se escapa nadie con impunidad, en 1994, guardacostas cubanos hundieron, con frialdad homicida, un transbordador repleto de personas que se arriesgaban a todo, como lo hicieron los que quedaron atrapados en el Muro de Berlín.

Si el totalitarismo cubano apelaba entonces a la razón de Estado para justificar la exposición de grupos enteros al peligro extremo, desde sus orígenes empleó la razón ideológica para justificar el terror.

Así, a la manera de Robespierre y de Stalin, el Che Guevara advirtió, en 1964, a la Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU) que el fusilamiento era una necesidad revolucionaria. “Sí, hemos fusilado y lo seguiremos haciendo mientras sea necesario”, dijo sin asegurar juicio justo a nadie.

Tal disposición represiva está instalada en el Estado totalitario cubano, en sus leyes y en su indisposición para administrar justicia de acuerdo con estándares universales. A cambio, exhibe avances económicos y sociales.

Para llamar la atención sobre esa “asimetría” eventualmente macabra, modestos cubanos ponen hoy su propia muerte a consideración de la comunidad internacional. Si ello es un exceso, lo es más la indisposición de la dictadura cubana a liberar a su población.

lunes, 8 de marzo de 2010

Lula y los Castro

Por: Mario Vargas Llosa
EL COMERCIO
Domingo 7 de Marzo del 2010


Mi capacidad de indignación política se embota algo los meses del año que paso en Europa. La razón, supongo, es que vivo allá en países democráticos en los que, no importa los problemas que padezcan, hay un amplio margen de libertad para la crítica, y los medios, los partidos, las instituciones y los individuos suelen protestar con entereza y ruido cuando se suscita un hecho afrentoso y despreciable, sobre todo en el campo político.

En América Latina, en cambio, donde paso tres o cuatro meses al año, aquella capacidad de indignación retorna siempre, con la furia de mi juventud, y me hace vivir en el quién vive, desasosegado y alerta, esperando (y preguntándome de dónde vendrá esta vez) el hecho execrable que, generalmente, pasará inadvertido para el gran número, o merecerá el beneplácito o la indiferencia general.

Esta mañana he vivido una vez más esa sensación de asco e ira, viendo al risueño presidente Lula del Brasil, abrazando cariñosamente a Fidel y Raúl Castro, en los mismos momentos en que los esbirros de la dictadura cubana correteaban a los disidentes y los sepultaban en los calabozos para impedirles asistir al entierro de Orlando Zapata Tamayo, el albañil opositor y pacifista de 42 años, del Grupo de los 75, al que la satrapía castrista dejó morir de hambre —luego de someterlo en vida a confinamiento, torturas y condenarlo con pretextos a más de 30 años de prisión— tras 85 días de huelga de hambre.

Cualquier persona que no haya perdido la decencia y tenga un mínimo de información sobre lo que ocurre en Cuba espera del régimen castrista que actúe como lo ha hecho. Hay una absoluta coherencia entre la condición de dictadura totalitaria de Cuba y una política terrorista de persecución a toda forma de disidencia y de crítica, la violación sistemática de los más elementales derechos humanos, procesos amañados para sepultar a los opositores en cárceles inmundas y someterlos allí a vejaciones hasta enloquecerlos, matarlos o empujarlos al suicidio. Los hermanos Castro llevan 51 años practicando esa política y solo los idiotas podrían esperar de ellos un comportamiento distinto.

Pero de Luiz Inácio Lula da Silva, gobernante elegido en comicios legítimos, presidente constitucional de un país democrático como Brasil, uno esperaría, por lo menos, una actitud algo más digna y coherente con la cultura democrática que en teoría representa, y no la desvergüenza impúdica de lucirse, risueño y cómplice, con los asesinos virtuales de un disidente democrático, legitimando con su presencia y proceder la cacería de opositores desencadenada por el régimen en los mismos momentos en que él se fotografiaba abrazando a los verdugos de Orlando Zapata Tamayo.

El presidente Lula sabía perfectamente lo que hacía. Antes de viajar a Cuba, 50 disidentes cubanos le habían pedido una audiencia durante su estancia en La Habana y que intercediera ante las autoridades de la isla por la liberación de los presos políticos martirizados como Zapata en los calabozos cubanos. Él se negó a ambas cosas. Tampoco los recibió ni abogó por ellos en sus dos anteriores visitas a la isla, cuyo régimen liberticida siempre elogió sin el menor eufemismo.

Por lo demás, esta manera de proceder del mandatario brasileño ha caracterizado todo su mandato. Hace años que, en su política exterior, desmiente de manera sistemática su política interna, en la que respeta las reglas del Estado de derecho, y, en economía, en vez de las recetas marxistas que proponía cuando era sindicalista y candidato —dirigismo económico, nacionalizaciones, rechazo a la inversión extranjera, etcétera—, promueve una economía de mercado y de libre empresa como cualquier estadista socialdemócrata europeo.

Pero, cuando se trata del exterior, el presidente Lula se desviste de los atuendos democráticos y se abraza con el comandante Chávez, con Evo Morales, con el comandante Ortega, es decir, con la hez de América Latina, y no tiene el menor escrúpulo en abrir las puertas diplomáticas y económicas del Brasil a la satrapía teocrática integrista de Irán. ¿Qué significa esta duplicidad? ¿Que el presidente Lula nunca cambió de verdad? ¿Que es un simple travestido, capaz de todos los volteretazos ideológicos, un politicastro sin espina dorsal cívica y moral? Según algunos, los designios geopolíticos para Brasil del presidente Lula están por encima de pequeñeces como que Cuba sea, con Corea del Norte, una de las dictaduras donde se cometen los peores atropellos a los derechos humanos y donde hay más presos políticos. Lo importante para él serían cosas más trascendentes como el puerto de Mariel, que Brasil está financiando con 300 millones de dólares, así como la próxima construcción por Petrobras de una fábrica de lubricantes en La Habana. Ante realizaciones de este calado ¿qué puede importarle al “estadista” brasileño que un albañil cubano del montón, y encima negro y pobre, muera de hambre clamando por nimiedades como la libertad?

En verdad, todo esto significa, ay, que Lula es un típico mandatario “democrático” latinoamericano. Casi todos ellos están cortados por la misma tijera y casi todos, unos más, otros menos, aunque —cuando no tienen más remedio— practican la democracia en el seno de sus propios países, en el exterior no tienen reparo alguno, como Lula, en cortejar a dictadores y demagogos tipo Chávez o Castro, porque creen, los pobres, que de este modo aquellos manoseos les otorgarán una credencial de “progresistas” que los libre de huelgas, revoluciones, acoso periodístico y de campañas internacionales acusándolos de violar los derechos humanos. Como recuerda el analista peruano Fernando Rospigliosi, en un admirable artículo, “Mientras Zapata moría lentamente, los presidentes de América Latina —incluido el sátrapa cubano— se reunían en México para formar una organización —¡otra más!— regional. Ni una palabra salió de allí para demandar la libertad o un mejor trato para los más de 200 presos políticos cubanos”. El único que se atrevió a protestar —un justo entre los fariseos— fue el presidente electo de Chile, Sebastián Piñera.

De manera que la cara de cualquiera de estos jefes de Estado hubiera podido reemplazar a la de Luiz Inácio Lula da Silva, abrazando a los hermanos Castro, en la foto que me retorció las tripas al leer la prensa de esta mañana.

Esas caras no representan la libertad, la limpieza moral, el civismo, la legalidad y la coherencia en América Latina. Estos valores se encarnan en personas como Orlando Zapata Tamayo, las Damas de Blanco, Oswaldo Payá, Elizardo Sánchez, la bloguera Yoani Sánchez, y demás cubanos y cubanas que, sin dejarse intimidar por el acoso, las agresiones y vejaciones cotidianas de que son víctimas, se siguen enfrentando a la tiranía castrista. Y se encarnan, asimismo, en principalísimo lugar, en los centenares de prisioneros políticos y, sobre todo, en el periodista independiente Guillermo Fariñas, que, cuando escribo este artículo, lleva ya ocho días de huelga de hambre en Cuba para protestar por la muerte de Zapata y exigir la liberación de los presos políticos.

Curiosa y terrible paradoja: que sea en el seno de uno de los más inhumanos y crueles regímenes que haya conocido el continente donde se hallen hoy los más dignos y respetables políticos de América Latina.

LIMA, 4 DE MARZO DEL 2010