domingo, 23 de agosto de 2009

El Matrimonio Gay

Por: Mario Vargas Llosa
LA NACION
23-08-09


Después de Holanda y Bélgica, España es el tercer país en el mundo que legaliza el matrimonio entre personas del mismo sexo, con todos los deberes y derechos incluidos, entre ellos el de poder adoptar niños. Es un extraordinario paso adelante en el campo de los derechos humanos y la cultura de la libertad que muestra, de manera espectacular, cuánto y qué rápido se ha modernizado esta sociedad donde, recordemos, hace unos cuantos siglos los homosexuales eran quemados en las plazas públicas y donde, todavía en los tiempos de la dictadura de Franco, el homosexualismo era considerado un delito y reprimido como tal.

Esta medida es un acto de justicia que reconoce el derecho de los ciudadanos a elegir su opción sexual en ejercicio de su soberanía, sin ser discriminados ni disminuidos por ello, y que reconoce a las parejas homosexuales el mismo derecho de unirse y formar una familia y tener descendencia que las leyes reconocen a las parejas heterosexuales.

Aunque esta medida constituye un desagravio a una minoría sexual que a lo largo de la historia ha sido objeto de persecuciones y marginaciones de todo orden, obligando a quienes la conformaban a vivir poco menos que en la clandestinidad y en el permanente temor al descrédito y al escándalo, ella no bastará para cancelar de una vez por todas los prejuicios y falacias que demonizan al homosexual, pero, sin la menor duda, constituye un gran avance hacia la lenta, irreversible aceptación por el conjunto de la sociedad -por la gran mayoría, al menos- de la homosexualidad como una manifestación perfectamente natural y legítima de la diversidad humana.

La ley, como era lógico que ocurriera, ha tenido adversarios encarnizados y ha generado movilizaciones diversas, entre ellas, en Madrid, una multitudinaria manifestación, convocada por distintas asociaciones católicas, respaldada por la jerarquía de la Iglesia, a la que asistieron dieciocho obispos y a la que dio su respaldo el Partido Popular, el principal partido de la oposición al gobierno de Rodríguez Zapatero. Pero todas las encuestas son inequívocas: casi las dos terceras partes de los españoles aprueban el matrimonio gay , y, aunque esta aprobación disminuye algo en las adopciones de niños por las parejas homosexuales, también este aspecto de la ley es convalidada por una mayoría. Buen indicio de que la democracia ha echado raíces en España y de que, por más denostada que esté de la boca para afuera, la cultura liberal va impregnando poco a poco a la sociedad española.

Los argumentos contra el matrimonio gay no resisten el menor análisis racional y se deshacen como telarañas cuando se los examina de cerca. Uno de los más utilizados ha sido el de que, con esta medida, se da un golpe de muerte a la familia. ¿Por qué? ¿De qué manera? ¿No podrán seguir casándose y teniendo hijos todas las parejas heterosexuales que quieran hacerlo? ¿Alguien, con motivo de esta nueva ley, va a forzar a alguien a no casarse o a casarse de manera distinta de la tradicional? Por el contrario, la ley, al permitir a las parejas gay contraer matrimonio y adoptar niños, va a inyectar una nueva vitalidad a una institución, la familia, que -¿alguien no lo ha advertido todavía?- padece desde hace ya un buen tiempo una profunda crisis en la sociedad occidental, al extremo de que, contabilizando el número de divorcios, que crece cada año, y la multiplicación de parejas de hecho que rehúsan resueltamente pasar por el altar o por el registro civil, hay quienes le auguran una obsolescencia irremediable. La paradoja es que, probablemente, sólo entre los homosexuales, que, como todas las minorías perseguidas desean ardientemente salir del gueto en que la sociedad los ha confinado, despierta la familia esa ilusión y ese respeto que en un número muy grande de heterosexuales, sobre todo entre los jóvenes, parece haber perdido. Por eso, no hay ninguna ironía en decir -yo lo creo firmemente- que es muy posible que, dentro de veinte o treinta años, las familias más estables las descubran las estadísticas entre los matrimonios gay .

Un prejuicio idéntico sostiene que los niños adoptados por parejas homosexuales sufrirán y tendrán una formación deficiente y anómala, ya que un niño para ser "normal" necesita un padre y una madre, no dos padres o dos madres. A esta afirmación dogmática y sin el menor sustento psicológico ha respondido Edurne Uriarte de manera inmejorable: un niño lo que necesita es amor, no abstracciones. También padecen de una ceguera contumaz quienes no se han enterado de que, entre las parejas heterosexuales, cada día se descubren casos atroces de violencias ejercidas contra los niños, y, entre ellas, sinnúmero de abusos sexuales. Que los padres sean hetero u homosexuales no presupone de por sí nada; cada pareja es única y puede ser admirable o tiránica, amorosa o cruel en lo que concierne a la educación de sus hijos. Y también en este campo cabe suponer que entre quienes han luchado tanto por poder adoptar niños, ahora que lo han adquirido, asumirán este derecho con ilusión y responsabilidad.

En verdad, detrás de todos estos argumentos no hay razones, sino prejuicios inveterados, una repugnancia instintiva hacia quienes practican el amor de una manera que siglos de ignorancia, estupidez, oscurantismo dogmático y retorcidos fantasmas del inconsciente, han satanizado llamándolo anormal. En verdad, la ciencia -la biología, la antropología, la psicología, la historia, sobre todo- ha puesto las cosas en su sitio ya hace tiempo y ha establecido que hablar de anormalidad en el dominio de la vocación sexual de los seres humanos es riesgoso y alienante. Salvo casos extremos, que entrañan criminalidad, y que de ninguna manera se pueden identificar con una opción sexual específica, en el universo del sexo hay variedades, una constelación de vocaciones y predisposiciones de las que de ninguna manera da cuenta cabal la demarcación entre heterosexualidad y homosexualidad, pues se refracta y multiplica en el seno de cada una de estas grandes opciones, como ocurre en tantos otros campos de la personalidad individual: las aptitudes, las preferencias, los gustos, las incompatibilidades, las facultades físicas e intelectuales, etcétera.

El gobierno que ha dado esta ley en España es socialista y hay que reconocerle todo el mérito que ello tiene. Pero, para evitar confusiones, conviene recordar que se trata de una medida de profunda entraña democrática y liberal, y nada socialista. El socialismo ha sido a lo largo de toda su historia, en materia sexual, tan puritano y prejuicioso como la Iglesia Católica. Si de él hubiera dependido, la gazmoñería y la pudibundez hubieran dictado la norma aceptable en materia de costumbres sexuales y ésta se hubiera impuesto a la sociedad por la fuerza. Por eso, en las sociedades comunistas la discriminación y persecución del homosexual fue, en ciertos períodos, tan feroz como en la Alemania nazi, donde en las cámaras de la muerte de los campos de concentración perecieron muchos millares de homosexuales. También en el Gulag soviético padecieron y murieron gran número de seres humanos cuyo único delito era practicar una opción sexual que la "ciencia comunista" del temible Pavlov consideraba una "perversión urbano-burguesa".

Carlos Franqui cuenta que cuando él, como director del diario Revolución, asistía a los consejos de ministros de Cuba, a principio de los años sesenta, Fidel y sus lugartenientes preguntaron a los "países hermanos" qué política aconsejaban para enfrentar "el problema homosexual". La respuesta de la China Popular de Mao Tse Tung fue la más meridiana: "Ya no tenemos ese problema. Los fusilamos a todos". Sin llegar a esos extremos, Fidel creó las UMAP (Unidades Movilizables de Apoyo a la Producción), es decir, campos de concentración donde eran acarreados homosexuales de ambos sexos junto con criminales comunes y disidentes políticos.

Han sido las sociedades democráticas, impregnadas de cultura liberal, como los países escandinavos y los Estados Unidos, donde se ganaron las primeras batallas contra la discriminación de los gay y donde poco a poco se les ha ido reconociendo tal cual son: seres humanos normales y corrientes cuya opción sexual debe ser aceptada y reconocida como perfectamente legítima por el conjunto de la sociedad.

Es difícil para mí entender las razones por las que el Partido Popular ha apoyado la manifestación contra el matrimonio gay . Aunque es verdad que su dirigente máximo no asistió y que tampoco estuvieron presentes sus principales líderes, que el partido la hubiera respaldado sólo puede haber contribuido a confundir y lastimar no sólo a los homosexuales que hay en sus filas, sino, sobre todo, a su sector liberal, y a dar argumentos a quienes lo presentan como una formación política ultraconservadora. El oportunismo político da beneficios muy pasajeros y superficiales.

Hay muchas razones para criticar al gobierno de Rodríguez Zapatero. Su desastrosa política internacional, por ejemplo, que ha abolido a España de la escena mundial, donde llegó a figurar entre los países de vanguardia; sus ventas de armas al gobierno demagógico del comandante Chaves, en Venezuela, que alienta y subvenciona a grupos subversivos; su acercamiento, que linda con la alcahuetería, a la satrapía de Fidel Castro, a la que trató de salvar de la condena que ha merecido de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, o sus concesiones sistemáticas a los nacionalismos, que rompen una tradición de defensa de la unidad de España del socialismo democrático de la que el gobierno de Felipe González nunca se apartó. Pero no tiene sentido atacar a un gobierno por todo lo que hace y, mucho menos, por haber hecho avanzar, con esta ley, la democratización y modernización de la sociedad española.

El Mundo en que Vivimos

Por: Mario Vargas Llosa
EL COMERCIO
23-08-09


El filósofo francés Michel Foucault llegó a la deprimente conclusión de que “el hombre no existe”, que cada ser humano no es sino una larga secuencia de simulacros variopintos hechos, deshechos y rehechos por las circunstancias variables de la realidad en la que transcurre su existencia. Todavía más audaz, y acaso más frívolo, Jean Baudrillard fue más lejos y concluyó que aquello que creemos la realidad cuando abrazamos al ser amado o sopamos la pluma en un tintero, tampoco existe, porque la verdadera realidad en la que vive el bípedo contemporáneo no es el mundo que cree pisar sino las imágenes que fingen reflejarlo y que no son sino las interesadas y manipuladas versiones que dan de él los medios audiovisuales al servicio de los poderosos de este mundo.

Estas divertidas, brillantes y falaces fabricaciones intelectuales —así las creía yo al menos— acaban de recibir un sorprendente respaldo, una indicación concreta de que si las cosas no son así todavía, podrían llegar a serlo pronto, dadas las inquietantes características que va adoptando, aquí y allá, la civilización que nos rodea. Voy a referirlo a mi manera, que no es la del filósofo, claro está, sino la, más modesta, de un contador de historias. Trasladémonos, allende el Atlántico, al centro de la Amazonía, hasta Manaos, capital del Estado brasileño de Amazonas, famosa porque, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, fue uno de los centros principales del “boom” del caucho, del que queda como recuerdo una ópera barroca donde cantó —o se dice que cantó— Caruso.

Hasta hace relativamente poco tiempo el rey de la pequeña pantalla, en Manaos y toda la vasta región amazónica, era un periodista y productor llamado Wallace Souza, que, fiel a su nombre detectivesco, dirigía en la televisión local un programa policíaco llamado “Canal Libre”. En él se ventilaban, con descarnado realismo, los crímenes, asaltos, violaciones y demás ferocidades cotidianas, con que, tanto en Brasil como en el resto del mundo, los canales de televisión suelen asegurar su codiciado ráting halagando el morbo y los peores instintos del gran público televidente.

El éxito del programa era tal que Wallace Souza se hizo célebre y decidió, aprovechando la popularidad de que gozaba, saltar del periodismo audiovisual sensacionalista y truculento a la política (ambos no están tan lejos, después de todo). Lo consiguió con rapidez vertiginosa: en las últimas elecciones salió elegido diputado con la más alta votación en todo el Estado de Amazonas. Este es el momento de máximo apogeo en la carrera pública de Wallace Souza, personaje fortachón, mostachudo y barbado, de ternos entallados y, según la prensa, gesticulador y carismático.

Cambio de escenario, dentro de la misma exótica y asfixiante ciudad amazónica. La policía local detiene a un rufiancillo del lugar, ex policía y asesino a sueldo, de apelativo pomposo: Moacir Moa Jorge da Costa, sospechoso de un rosario de fechorías y hechos de sangre, entre ellos asesinatos. Interrogado y ablandado con los métodos que no es imposible imaginar, confiesa. Sí, ha matado, pero no por maldad ni por codicia, sino profesionalmente, por encargo del flamante diputado y estrella mediática de la Amazonía: ¡Wallace Souza! Después de sacudirse el trauma que semejante revelación les produce, los investigadores comienzan a atar cabos y las piezas encajan, como en un rompecabezas.

Todos los crímenes que ha cometido o en los que ha participado Moacir Moa Jorge da Costa figuraron de manera estelar en los programas de “Canal Libre” y, en todos ellos, las cámaras ubicuas y omniscientes del diputado llegaron al lugar del crimen al mismo tiempo que los asesinos.

La investigación produce este pasmoso resultado: Wallace Souza llevaba a cabo espeluznantes crímenes con el único designio de poder filmarlos antes de que lo hiciera alguno de sus competidores, para obtener las primicias que tenían enganchada a la vasta teleaudiencia a la que alimentaba en cada programa con sangre, verismo y pestilencia a raudales. Para ello, había montado toda una infraestructura de colaboradores, diestros en la pistola y el cuchillo, seleccionados entre las propias fuerzas de la policía a la que —otra revelación— había estado asimilado.

Quince de ellos están ya en los incómodos calabozos de Manaos, pero no el héroe del macabro aquelarre, pues, siendo legislador y gozando de impunidad, la Asamblea Legislativa tiene antes que despojarlo de aquella para que pueda ser encarcelado y juzgado. ¿Lo será? Paciencia: lo dirá el futuro, y con abundancia de derivaciones y detalles, porque mi instinto me asegura que esta historia tiene para mucho rato.

Hasta aquí los hechos objetivos. Ahora, las conjeturas, acápites y especulaciones. Desde el punto de vista ético ¿cómo juzgar a Wallace Souza? Es imposible negar que tenía una conciencia profesional desmesurada. Delinquió, sí, pero con la noble intención de servir a su público, de no defraudarlo, de seguir suministrándole aquel horror sanguinario que era su alimento preferido, lo que llevaba a todo Manaos a prender el televisor y buscar “Canal Libre” con la ansiedad con que escarba su cajetilla el fumador o se lleva el trago a la boca el alcohólico.

¿Tiene Wallace Souza la entera responsabilidad de haber llegado a esos excesos punibles o la comparte con la miríada de morbosos, subnormales, pervertidos e imbéciles a los que ver mujeres desventradas, chiquillos decapitados, ancianos degollados, arreglos de cuentas de pandillas que se tasajean y entrematan hace pasar una noche divertida?

No es difícil, para cualquier aficionado a la esgrima intelectual, demostrar que Wallace Souza es un producto del siglo XXI, en el que la cultura predominante, en gran parte por la miseria que ha generado la televisión en su frenética carrera por conquistar audiencia escarbando en las sentinas de la vida, destruyendo la privacidad, explotando sin el menor escrúpulo las experiencias más indignas y degradantes, ha pulverizado todos los valores, trastocándolos, de manera que “divertir”, “entretener”, ha pasado a ser el valor supremo, la prioridad de prioridades, aunque, para conseguirlo, como hizo Wallace Souza, haya que disparar y hundir puñales en el prójimo.

Desde este punto de vista, asesino y todo, el director y productor de “Canal Libre” es un héroe, o un mártir, de la cultura que, con ayuda de la prodigiosa revolución audiovisual, hemos fabricado para nuestra época.

Desde otro punto de vista, el del “principio de realidad” pascaliano, hago mi autocrítica y reconozco que lo ocurrido en Manaos convierte las teorías (que antes me parecieron delirantes y sofistas) de un Foucault y un Baudrillard en algo que empieza a tener confirmación objetiva en este extraordinario mundo que nos ha tocado.

Si Wallace Souza cometió esos crímenes solo para convertirlos en imágenes, es evidente que, para él y para sus espectadores —aunque estos fueran menos conscientes de ello que él— la realidad real era menos importante, meramente subsidiaria o pretexto, de la realidad reflejada por las cámaras, las que, con su perfecta adecuación a los gustos del público, la recomponía, purgaba y recreaba de tal modo que fuera algo que la realidad real lo es solo muy de cuando en cuando: excitante, terrible, divertida.

Wallace Souza es la primera demostración palpable de que el hombre no es una totalidad definida sino una materia modelable y cambiante, una melcocha o greda al que la dimensión imaginaria de la vida propulsada por el sistema educativo más universal y todopoderoso de la historia —las pantallas— va dando forma, realidad y cambiando al capricho de las modas.

Una última reflexión sobre las infortunadas víctimas inmoladas en el ara televisiva por los pistoleros a sueldo de Wallace Souza. ¿Cómo las elegía? ¿Con qué criterio? No se puede descartar que, si quedaba en él un residuo de escrúpulos morales de la época en que todavía era un ser humano, no uno de celuloide o plasma, las escogiera entre la ralea prostibularia, la fauna del ergástulo, para darse así una cierta coartada de justiciero.

Pero lo más probable es que no, que, para alguien tan teratológicamente identificado con su profesión, el único criterio consistiera en señalar a las víctimas privilegiando a las que tenían mayor poder de atracción televisiva. Y no hay duda que el asesinato de un truhán conmueve menos que el de una niña inocente, un ciudadano intachable o una señora embarazada.

¿No les gusta el mundo en que vivimos? Peor para ustedes, porque todo indica que ya no nos queda el antiguo recurso de apagar el aparato de televisión. Ahora, la televisión comienza a ser la vida misma y, nosotros, sus inexistentes comparsas.

Diario “El País”, SL/ Mario Vargas LlosaPrisacom.
Exclusivo para el diario El Comercio en el Perú
MARBELLA, AGOSTO DE 2009