miércoles, 27 de enero de 2010

martes, 26 de enero de 2010

Coluche

Por: Aldo Mariátegui
CORREO
26-01-10


LIMA Yerran aquellos que consideran que la probable aventura electoral de Jaime Bayly es inédita. Pues sí hay un referente de un showman que remeció a un sistema político mucho más avanzado y estructurado que el nuestro, pero también igual de anquilosado y de alienado del electorado. Me refiero a Michel Colucci, el showman galo conocido como Coluche que remeció a Francia con su postulación en las presidenciales de 1981 (aquellas en las que Mitterrand derrotó al reeleccionista Giscard), de las cuales se retiró justo cuando estaba posicionándose con una intención de voto del 10% al 16%. Su eslogan de campaña era "Todos juntos con Coluche para darles por culo. ¡Coluche es el único candidato que no tiene motivos para mentir!". Se dice que se apeó por las numerosas amenazas de muerte, el hostigamiento del ministro del Interior y el extraño deceso de su mano derecha.

De allí se dedicó a crear la exitosa cadena de restaurantes "Restos del corazón" (para alimentar mendigos), a ganar premios como actor, a romper el récord mundial de velocidad de motos en la categoría 750 cc, a competir en el París-Dakar y a matarse finalmente tras chocar su moto contra un camión en 1986, hecho que aún muchos piensan que fue un asesinato. Su muerte fue muy sentida y el músico francés Rene Sechan compuso por ello la inolvidable canción "¡Puto camión!". Tan sólo tenía 41 años.

Vicioso, díscolo y brillante, Coluche fue uno de los primeros showman que utilizó lisuras, junto a su infaltable camisa amarilla y su overol azul a rayas. Tuvo muchas frases célebres, de humor muy francés (ácido y racional), como:

"Soy siempre grosero, nunca vulgar". "Aparte de gángster o político, la única carrera que te queda en la vida sin saber hacer nada es artista". "El astronauta ruso Yuri Gagarin fue un hombre desafortunado. ¡Después de darle 17 órbitas a la Tierra cayó de regreso en la URSS!". "El comunismo es una de las pocas enfermedades graves que no hemos experimentado antes con los animales". "Un sándwich en Rusia consiste en un cupón para hacer cola para el jamón metido entre dos cupones para hacer cola para el pan". "No soy un nuevo rico. Soy un viejo pobre". "La dictadura es cállate. La democracia es habla sin parar". "¡Camaradas, el capitalismo es la explotación del hombre por el hombre. El socialismo es lo contrario!". "Dejaré de hacer política cuando los políticos dejen de hacer comedias. Ellos me roban mi trabajo, yo robo el de ellos (dicho durante la campaña cuando le preguntaron por qué había entrado a la política)". "El gobierno no tendría déficit si le pusiesen un impuesto a la estupidez". "Yo no soy racista... ¡Mi perro es negro!". "Dicen que los ricos son los malos y los pobres son los buenos. ¿Entonces por qué todos quieren ser los malos?". "La mitad de los políticos no saben hacer nada y la otra mitad son capaces de hacer cualquier cosa". "El crédito a largo plazo consiste en que pagarás más cuanto menos puedes pagar". "Existen dos clases de justicia: la del abogado que sabe todo acerca de la ley y la del abogado que sabe todo acerca de los jueces". "A la izquierda le gusta tanto la gente pobre que no deja de crearla". "Sean buenos con los niños. Ellos son los que un día escogerán su asilo". "El amor es como la gripe: la pescas en la calle y la curas en la cama". "Los hombres mentiríamos muchísimo menos si las mujeres no hiciesen preguntas".

"Para evitar tener hijos tírate a tu cuñada. Así tendrás sólo sobrinos".

domingo, 10 de enero de 2010

El Otro Estado

Por: Mario Vargas Llosa Escritor
EL COMERCIO
10-01-10


Hace algún tiempo escuché al presidente de México, Felipe Calderón, explicar a un grupo reducido de personas, qué lo llevó hace tres años a declarar la guerra total al narcotráfico, involucrando en ella al Ejército. Esta guerra, feroz, ha dejado ya más de quince mil muertos, incontables heridos y daños materiales enormes.

El panorama que el presidente Calderón trazó era espeluznante. Los cárteles se habían infiltrado como una hidra en todos los organismos del Estado y los sofocaban, corrompían, paralizaban o los ponían a su servicio. Contaban para ello con una formidable maquinaria económica, que les permitía pagar a funcionarios, policías y políticos mejores salarios que la administración pública y una infraestructura de terror capaz de liquidar a cualquiera, no importa cuán protegido estuviera. Dio algunos ejemplos de casos donde se comprobó que los candidatos finalistas de concursos para proveer vacantes en cargos oficiales importantes relativos a la seguridad habían sido previamente seleccionados por la mafia.

La conclusión era simple: si el gobierno no actuaba de inmediato y con la máxima energía México corría el riesgo de convertirse en poco tiempo en un narcoestado. La decisión de incorporar al Ejército, explicó, no fue fácil, pero no había alternativa: era un cuerpo preparado para pelear y relativamente intocado por el largo brazo corruptor de los cárteles.

¿Esperaba el presidente Calderón una reacción tan brutal de las mafias? ¿Sospechaba que el narcotráfico estuviera equipado con un armamento tan mortífero y un sistema de comunicaciones tan avanzado que le permitiera contraatacar con tanta eficacia a las Fuerzas Armadas? Respondió que nadie podía haber previsto semejante desarrollo de la capacidad bélica de los narcos. Estos iban siendo golpeados, pero, había que aceptarlo, la guerra duraría y en el camino quedarían por desgracia muchas víctimas.

Esta política de Felipe Calderón que, al comienzo, fue popular, ha ido perdiendo respaldo a medida que las ciudades mexicanas se llenaban de muertos y heridos y la violencia alcanzaba indescriptibles manifestaciones de horror. Desde entonces, las críticas han aumentado y las encuestas de opinión indican que ahora una mayoría de mexicanos es pesimista sobre el desenlace y condena esta guerra.

Los argumentos de los críticos son, principalmente, los siguientes: no se declaran guerras que no se pueden ganar. El resultado de movilizar al Ejército en un tipo de contienda para la que no ha sido preparado tendrá el efecto perverso de contaminar a las Fuerzas Armadas con la corrupción y dará a los cárteles la posibilidad de instrumentalizar también a los militares para sus fines. Al narcotráfico no se le debe enfrentar de manera abierta y a plena luz, como a un país enemigo: hay que combatirlo como él actúa, en las sombras, con cuerpos de seguridad sigilosos y especializados, lo que es tarea policial.

Muchos de estos críticos no dicen lo que de veras piensan, porque se trata de algo indecible: que es absurdo declarar una guerra que los cárteles de la droga ya ganaron. Que ellos están aquí para quedarse. Que, no importa cuántos capos y forajidos caigan muertos o presos ni cuántos alijos de cocaína se capturen, la situación solo empeorará. A los narcos caídos los reemplazarán otros, más jóvenes, más poderosos, mejor armados, más numerosos, que mantendrán operativa una industria que no ha hecho más que extenderse por el mundo desde hace décadas, sin que los reveses que recibe la hieran de manera significativa.

Esta verdad vale no solo para México sino para buena parte de los países latinoamericanos. En algunos, como en Colombia, Bolivia y el Perú avanza a ojos vista y en otros como Chile y Uruguay de manera más lenta. Pero se trata de un proceso irresistible que, pese a las vertiginosas sumas de recursos y esfuerzos que se invierten en combatirlo, sigue allí, vigoroso, adaptándose a las nuevas circunstancias, sorteando los obstáculos que se le oponen con una rapidez notable, y sirviéndose de las nuevas tecnologías y de la globalización como lo hacen las más desarrolladas transnacionales del mundo.

El problema no es policial sino económico. Hay un mercado para las drogas que crece de manera imparable, tanto en los países desarrollados como en los subdesarrollados, y la industria del narcotráfico lo alimenta porque le rinde pingües ganancias. Las victorias que la lucha contra las drogas puede mostrar son insignificantes comparadas con el número de consumidores en los cinco continentes. Y afecta a todas las clases sociales. Los efectos son tan dañinos en la salud como en las instituciones. Y a las democracias del Tercer Mundo, como un cáncer, las va minando.

¿No hay, pues, solución? ¿Estamos condenados a vivir más tarde o más temprano, con narcoestados como el que ha querido impedir el presidente Felipe Calderón? La hay. Consiste en descriminalizar el consumo de drogas mediante un acuerdo de países consumidores y países productores, tal como vienen sosteniendo “The Economist” y buen número de juristas, profesores, sociólogos y científicos en muchos países del mundo sin ser escuchados. En febrero del 2009, una Comisión sobre Drogas y Democracia creada por tres ex presidentes, Fernando Henrique Cardoso, César Gaviria y Ernesto Zedillo, propuso la descriminalización de la marihuana y una política que privilegie la prevención sobre la represión. Estos son indicios alentadores.

La legalización entraña peligros, desde luego. Y, por eso, debe ser acompañada de un redireccionamiento de las enormes sumas que hoy día se invierten en la represión, destinándolas a campañas educativas y políticas de rehabilitación e información como las que, en lo relativo al tabaco, han dado tan buenos resultados. El argumento según el cual la legalización atizaría el consumo como un incendio, sobre todo entre los jóvenes y niños, es válido, sin duda. Pero lo probable es que se trate de un fenómeno pasajero y contenible si se lo contrarresta con campañas efectivas de prevención. De hecho, en países como Holanda donde se han dado pasos permisivos en el consumo de las drogas, el incremento ha sido fugaz y luego de un cierto tiempo se ha estabilizado. En Portugal, según un estudio del CATO Institute, el consumo disminuyó después que se descriminalizara la posesión de drogas para uso personal.

¿Por qué los gobiernos, que día a día comprueban lo costosa e inútil que es la política represiva, se niegan a considerar la descriminalización y a hacer estudios con participación de científicos, trabajadores sociales, jueces y agencias especializadas sobre los logros y consecuencias que ella traería? Porque, como lo explicó hace 20 años Milton Friedman, quien se adelantó a advertir la magnitud que alcanzaría el problema si no se lo resolvía a tiempo y a sugerir la legalización, intereses poderosos lo impiden. No solo quienes se oponen a ella por razones de principio. El obstáculo mayor son los organismos y personas que viven de la represión de las drogas, y que, como es natural, defienden con uñas y dientes su fuente de trabajo. No son razones éticas, religiosas o políticas sino el crudo interés el obstáculo mayor para acabar con la arrolladora criminalidad asociada al narcotráfico, la mayor amenaza para la democracia en América Latina, más aún que el populismo autoritario de Hugo Chávez y sus satélites.

Lo que ocurre en México es trágico y anuncia lo que empezarán a vivir tarde o temprano los países que se empeñen en librar una guerra ya perdida contra ese otro Estado que ha ido surgiendo delante de nuestras narices sin que quisiéramos verlo.

LIMA, ENERO DEL 2010