domingo, 10 de octubre de 2010

Libro Forrado, Autor Prohibido

Por: Yoani Sánchez
EL COMERCIO
10-10-10


La bloguera cubana no escapa a la noticia que el mundo difundió con profusión: la entrega del Nobel de Literatura a Mario Vargas Llosa, proscrito en la isla y disfrutado en la clandestinidad. Ella y muchos más festejaron como suyo el logro


El libro iba forrado con una de esas revistas de muchos colores y pocas verdades que intentan convencer a los turistas sobre las ventajas de nuestra utopía. Lo estaba leyendo un hombre muy joven –apenas se le advertía el bigote– y a pesar de los saltos del ómnibus y de las personas que se interponían entre aquellas páginas y mis ojos, reconocí que se trataba de “La tía Julia y el escribidor”. En Cuba, durante varias décadas, el truco de cubrir la portada de los libros censurados nos ha permitido hojear en sitios públicos a Mario Vargas Llosa y a otros autores desterrados de las librerías oficiales. Hemos devorado sus escritos buscando el porqué este peruano no ha sido incluido en los programas de las carreras de humanidades, en las lecturas de la enseñanza media ni en los catálogos de las editoriales. Sin embargo, las claves para el estigma que se cierne sobre él no están tanto en sus textos, sino en las declaraciones que ha hecho en torno a la revolución, el sistema, el proceso o –con la simplicidad con que lo llama la gente en la calle– “esto” que vivimos desde hace 50 años en esta isla.

Pero no ha sido el único condenado al silencio institucional. Nos han escamoteado nombres claves de las letras latinoamericanas y de nuestro exilio, como si extirpar la literatura fuera tan fácil. A través de las redes alternativas de distribución han circulado desde “La guerra del fin del mundo” hasta los poemas de Heberto Padilla.

Nada hay más atractivo que lo prohibido y en el caso de los autores proscritos por la censura, esa máxima se ha cumplido en su totalidad. De ahí que demostrar cultura literaria en La Habana de hoy, no pasa tanto por conocer a Alejo Carpentier o a Julio Cortázar, sino por haber tenido entre las manos la prosa de Reinaldo Arenas, Herta Müller o Guillermo Cabrera Infante. La seducción que generan los expulsados es infinitamente mayor a la provocada por los literatos autorizados. Hemos leído a Vargas Llosa no solo por su infinito talento como novelista o por la ingeniosidad de sus artículos, lo hemos hecho también como un acto de rebeldía. Junto a él desciframos las claves del autócrata en “La fiesta del Chivo”, con la convicción de que todos los caudillos se parecen muchísimo, llámense Rafael Leónidas Trujillo o Fidel Castro.

No hay vínculo más fuerte entre un autor y sus lectores que aquel que se establece en la clandestinidad, en la oscura zona de lo vedado. Quizás por eso los cubanos hemos sentido como nuestro el Nobel de Literatura recién otorgado a quien ha sido considerado por la propaganda ideológica como “la bestia negra” de las letras hispanas. Sin mencionarlo, lo han hecho más presente; satanizándolo solo han logrado que se nos vuelva irresistible. Tiene lógica entonces que desde hace varios días estemos felicitándonos como si el autor de “La ciudad y los perros” no hubiera nacido en Arequipa sino en el mismísimo corazón de Guantánamo. Pues con ese galardón, algo de gloria nos ha tocado también a quienes –por no perdernos sus historias– corrimos el riesgo de que nos llamaran desviados ideológicos o de perder nuestro empleo, ser marcados como conflictivos o dejar de obtener ciertos efímeros privilegios. Algo de ese susto a que nos descubrieran nos quedará frente a la obra de Mario Vargas Llosa, pero una buena parte del temor se nos va disipando. De un tiempo a esta parte he visto a algunos atrevidos que leen sus novelas –sin forrarlas– en un parque, una oficina, un aula universitaria.

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