sábado, 16 de octubre de 2010

La Tragedia del Oso Polar

Por: Augusto Townsend K Periodista*
EL COMERCIO
16-10-10


Ya es hora de matar al oso polar. No me refiero al animal, sino al símbolo de esa ominosa estrategia publicitaria que busca crear conciencia sobre el cambio climático alertando sobre la menos importante de sus víctimas. A las familias paquistaníes que vieron caer un diluvio inaudito sobre su país este año, a las chinas que acaban de sufrir la peor sequía en su historia, o a las rusas que vieron arder sus bosques con temperaturas –¡en Rusia!– mayores a los 40 °C, poco les importa si se ahoga o no el mentado plantígrado. Tampoco los peruanos que pierden su sistema de almacenamiento natural de agua dulce –los glaciares–, pues para ellos el cambio climático es algo que amenaza su subsistencia hoy, no en un futuro lejano.

Por desgracia, el discurso catastrofista se ha apoderado de la escena mediática, autoproclamándose como el llamado a convencer al mundo a punta de sustos de que el cambio climático es real. En un segundo plano ha quedado relegado aquel otro discurso –más inasible y aburrido– que pretende anclar el fenómeno en sus cimientos científicos y, sobre esa base, buscar un debate alturado, técnico y desapasionado sobre qué debería estar haciendo el mundo para enfrentarlo.

Al Gore demuestra lo tenue que es la línea divisoria que separa un discurso del otro. Los planteamientos del ex vicepresidente estadounidense tienen base científica, pero su propensión al activismo y a la exageración –natural en quien lleva décadas ejerciendo la política–, así como la inconsistencia entre lo que dice y lo que hace, llevan a que cualquier falibilidad en su argumentación sea el naipe que hizo colapsar al castillo. En su carrera como ‘gurú’ ambiental, Gore ha proferido –testarudamente incluso– varias inexactitudes, pero su advertencia –vista en su totalidad– está lejos de ser infundada.

VACUO SUSTENTO
Me sorprendió que Gore no fuera tan alarmista cuando habló el miércoles en Lima como lo fue en su filme “La verdad incómoda” o en sus declaraciones previas a la Cumbre de Copenhague. No obstante ello, las conversaciones que tuve la semana pasada con algunos empresarios peruanos me demostraron que todavía cunde entre ellos la creencia de que todo esto del cambio climático es pura charlatanería o, dicho de otro modo, un cuadro masivo de ingenuidad crónica.

Para mi preocupación, ninguna de las personas a las que escuché o leí desbaratando la “hipótesis” del cambio climático tenía una argumentación expresada en términos científicos, sino una puramente intuitiva o basada en lo que habían escuchado decir a economistas, periodistas o políticos (¿dónde están los científicos peruanos que no se les escucha?). En algunos casos, la defensa esgrimida ni siquiera respetaba las leyes de la lógica (“niego la existencia del fenómeno porque no estoy dispuesto a aceptar sus consecuencias”).

Vuelvo, entonces, a la idea original. El catastrofismo apocalíptico es nefasto (especialmente para los ambientalistas que han jurado lealtad a prueba de contradicciones) porque la exageración a la que tiende hace que cualquier error sea utilizado –con mucha argucia mediática y muchas veces sirviendo a intereses subalternos– para cuestionar la totalidad de la construcción científica y empíricamente demostrable que sustenta el cambio climático. Hace que el ciudadano de a pie pierda perspectiva de las cosas y reaccione a la defensiva. Genera un sentimiento de culpa que inhibe la acción (“¿por qué tendría yo que hacer algo si ya todo está perdido?”). Lleva a los que se resisten al cambio a escudarse en una elección antojadiza de la “evidencia”, priorizando aquella que confirma sus prejuicios y que descarta cualquier necesidad de hacer modificaciones en sus estilos de vida que puedan resultar engorrosas o caras.

LAVADO DE CARA
Repito, el símbolo del cambio climático no es un oso polar que se va a ahogar en algún escenario futuro eventual, sino un bangladesí que hoy –no mañana– ve cómo se salinizan los terrenos agrícolas que le dieron de comer a su familia por décadas, o quizá siglos. Este no pretende ser un planteamiento romántico: la tragedia de ese individuo, como la de millones de otros posibles “refugiados” climáticos, es empíricamente comprobable. Y la relación de causalidad entre ella y la creciente emisión de gases de efecto invernadero, si bien es compleja y dependiente también de otros factores (como las variaciones orbitales de la Tierra y su cercanía circunstancial al Sol), tiene un sólido respaldo científico frente al cual es intelectualmente deshonesto ser indiferente.

Pero despreocúpese, estimado lector, que aquí no le vamos a contar la historia del fin del mundo, sino una distinta en la cual el empresariado global advierte, en un futuro esperamos que no muy lejano, que le conviene más combatir esta realidad que dejarse llevar por ella. Entretanto, no se deje guiar ni por las exageraciones o la apelación al sentimentalismo de un extremo, ni por la inercia y el inmovilismo que profesa el otro. Nuestra recomendación final: preste atención a la ciencia.

(*) Editor del Departamento de Economía & Negocios de El Comercio

jueves, 14 de octubre de 2010

Mario Vargas Llosa: A Latin American liberal

THE ECONOMIST
Oct 14th 2010


A great writer who has become his region’s conscience

Scourge of dictators and utopians.THE literary reputation of Mario Vargas Llosa was established early in his prolific career. The Nobel prize for literature, bestowed on him this year, would have been deserved two decades or more ago. But back then the award would have been deplored by many Latin Americans who liked his novels but not his politics. For not only is Mr Vargas Llosa Latin America’s most accomplished living writer, he is also a thinker who battles for democracy, the market economy and individual liberty.

While his views have modulated over the years, their core has been constant ever since the mid-1960s, when he shook off a youthful enthusiasm for the Cuban revolution. Not long ago his was a brave and lonely stance for a Latin American intellectual. The widespread, if not universal, approval of the award in the region suggests that he is winning the argument.

In its citation the Swedish committee commended Mr Vargas Llosa for “his cartography of structures of power and his trenchant images of the individual’s resistance, revolt, and defeat.” This describes well two of his finest novels, written more than three decades apart. “Conversation in the Cathedral”, an early work of astonishing maturity, is set in his native Peru in the 1950s, during a dictatorship. “The Feast of the Goat”, published in 2000, explores the cruel regime of General Trujillo in the Dominican Republic. They are subtle studies of the psychology of power and its corruption of human integrity. (He returns to such themes in his new novel, “El Sueño del Celta”, about Roger Casement, an Anglo-Irish diplomat and early crusader for human rights, out in Spanish next month.)

The flip side of dictatorship in Latin America has been a recurrent search for Utopia. This is liberating when pursued as an artistic vision, but leads to bloodshed, disaster and tragedy when it becomes a political project. That is the implicit conclusion of a string of Mr Vargas Llosa’s books (such as “The War of the End of the World”, “The Real Life of Alejandro Mayta” and “The Way to Paradise”).

Paradoxically, perhaps, for a man of passions, he is unfailingly courteous and possessed of a disciplined work ethic, rising early every morning to write for several hours. His extraordinarily versatile output of more than 50 books includes comic and erotic novels and literary criticism, as well as a fortnightly newspaper column for Spain’s El País.

While Mr Vargas Llosa’s prose lacks the poetic intensity of Colombia’s Gabriel García Márquez, who won the prize in 1982, he more than makes up for this by his greater intellectual depth, subtlety and authorial rigour. His work is meticulously researched and carefully crafted.

Mr García Márquez has a house in Cuba, is a friend of Fidel Castro and espouses a Latin American nationalism. Such causes are anathemas to Mr Vargas Llosa. He abhors Mr Castro and Venezuela’s Hugo Chávez, as he does Chile’s General Pinochet (“a killer and a thief”) and Alberto Fujimori, Peru’s corrupt conservative ex-strongman. His liberalism is universal, inspired by such thinkers as Karl Popper and Isaiah Berlin. He hates nationalism, seeing it as a tool of demagogues; similarly he has criticised Bolivia’s Evo Morales, who claims to be leading a revolution on behalf of his country’s indigenous peoples, for turning race into a collectivist political tool (Mr Morales, along with Cuba’s government, was among the few to criticise the award).

But Mr Vargas Llosa is far from being a standard-bearer of the right. He criticised the invasion of Iraq (but later concluded it was worth overthrowing Saddam Hussein) and Israel’s war on Lebanon in 2006. He has often expressed sympathy for moderate centre-left governments. In Spain, where he lives for part of the year, he backs a small centrist party that opposes the petty nationalisms of the country’s periphery.

In the Latin American tradition he believes that it is the writer’s role—and duty—to intervene in politics. He went farther than most. Fearing that Peruvian democracy was threatened by bank nationalisation and Maoist terrorism, he stood for the presidency in 1990. He lost (to Mr Fujimori). Once a polarising figure in Peru, he is now widely respected as his country’s conscience. That is increasingly true across Latin America.

The Americas

domingo, 10 de octubre de 2010

Libro Forrado, Autor Prohibido

Por: Yoani Sánchez
EL COMERCIO
10-10-10


La bloguera cubana no escapa a la noticia que el mundo difundió con profusión: la entrega del Nobel de Literatura a Mario Vargas Llosa, proscrito en la isla y disfrutado en la clandestinidad. Ella y muchos más festejaron como suyo el logro


El libro iba forrado con una de esas revistas de muchos colores y pocas verdades que intentan convencer a los turistas sobre las ventajas de nuestra utopía. Lo estaba leyendo un hombre muy joven –apenas se le advertía el bigote– y a pesar de los saltos del ómnibus y de las personas que se interponían entre aquellas páginas y mis ojos, reconocí que se trataba de “La tía Julia y el escribidor”. En Cuba, durante varias décadas, el truco de cubrir la portada de los libros censurados nos ha permitido hojear en sitios públicos a Mario Vargas Llosa y a otros autores desterrados de las librerías oficiales. Hemos devorado sus escritos buscando el porqué este peruano no ha sido incluido en los programas de las carreras de humanidades, en las lecturas de la enseñanza media ni en los catálogos de las editoriales. Sin embargo, las claves para el estigma que se cierne sobre él no están tanto en sus textos, sino en las declaraciones que ha hecho en torno a la revolución, el sistema, el proceso o –con la simplicidad con que lo llama la gente en la calle– “esto” que vivimos desde hace 50 años en esta isla.

Pero no ha sido el único condenado al silencio institucional. Nos han escamoteado nombres claves de las letras latinoamericanas y de nuestro exilio, como si extirpar la literatura fuera tan fácil. A través de las redes alternativas de distribución han circulado desde “La guerra del fin del mundo” hasta los poemas de Heberto Padilla.

Nada hay más atractivo que lo prohibido y en el caso de los autores proscritos por la censura, esa máxima se ha cumplido en su totalidad. De ahí que demostrar cultura literaria en La Habana de hoy, no pasa tanto por conocer a Alejo Carpentier o a Julio Cortázar, sino por haber tenido entre las manos la prosa de Reinaldo Arenas, Herta Müller o Guillermo Cabrera Infante. La seducción que generan los expulsados es infinitamente mayor a la provocada por los literatos autorizados. Hemos leído a Vargas Llosa no solo por su infinito talento como novelista o por la ingeniosidad de sus artículos, lo hemos hecho también como un acto de rebeldía. Junto a él desciframos las claves del autócrata en “La fiesta del Chivo”, con la convicción de que todos los caudillos se parecen muchísimo, llámense Rafael Leónidas Trujillo o Fidel Castro.

No hay vínculo más fuerte entre un autor y sus lectores que aquel que se establece en la clandestinidad, en la oscura zona de lo vedado. Quizás por eso los cubanos hemos sentido como nuestro el Nobel de Literatura recién otorgado a quien ha sido considerado por la propaganda ideológica como “la bestia negra” de las letras hispanas. Sin mencionarlo, lo han hecho más presente; satanizándolo solo han logrado que se nos vuelva irresistible. Tiene lógica entonces que desde hace varios días estemos felicitándonos como si el autor de “La ciudad y los perros” no hubiera nacido en Arequipa sino en el mismísimo corazón de Guantánamo. Pues con ese galardón, algo de gloria nos ha tocado también a quienes –por no perdernos sus historias– corrimos el riesgo de que nos llamaran desviados ideológicos o de perder nuestro empleo, ser marcados como conflictivos o dejar de obtener ciertos efímeros privilegios. Algo de ese susto a que nos descubrieran nos quedará frente a la obra de Mario Vargas Llosa, pero una buena parte del temor se nos va disipando. De un tiempo a esta parte he visto a algunos atrevidos que leen sus novelas –sin forrarlas– en un parque, una oficina, un aula universitaria.